Qué otra cosa podía hacer Carol más que matar a quienes entraban en su fragmentado departamento psíquico. Desde el suelo, toma la navaja de afeitar que tanta “repulsión” le provoca y ya se sabe lo que viene. Sólo resta esperar el momento.
Al comienzo reina la luz, allí cuando la introversión de la platinada rubia es sólo eso. Tiene trabajo. Tiene una hermana. Hasta tiene un pretendiente. (Un hombre le quiere mostrar algo). Pero, avanzados los minutos, las escenas van cubriéndose de oscuridad. Lo siento, es todo tan sórdido.
La joven Carol, la niña Carol, se mira en el espejo desolada. Se toca el pálido rostro. Intenta encontrarse. Busca una imagen firme que no se resquebraje. Pero su quietud, su fragilidad. Tararea y plancha con una plancha desenchufada. Es que su hermana se fue a conocer la torre de Pisa… con un hombre. Es que llegó una tía de repente.
Una vez que se pone su camisón eternamente blanco, inolvidablemente iluminado, sella su destino para siempre. Sólo cabe escuchar el tormentoso tic-tac de ese reloj que no se sabe si marca las horas o algo más. Y cuando a medianoche suenan las campanas…
Polanski, año 1965, Inglaterra. El imperio de los objetos, ¿sentidos? Grieta. Conejo. Teléfono. Papas. Moscas. Reloj. Portal. Bruselas. Fotografía. Taladro. Vaso. Espejo. Monjas jugando. Ventana. Oso de plata. Candelabro. El hambre de Chaplín. La cabeza cortada. Brandy para Carol. Lluvia.
Repulsión. Impresionante trabajo de luz y sombra. Y qué decir de la música. Tensión en aumento. Un film que de a poco mete al espectador en la cabeza de Carol, en ese derrumbamiento subjetivo. Llamado terror psicológico o drama psicológico, lo cierto es que se trata de una película genial. Ojo de adulto en el principio. Ojo de niña en el final
Psicólogo. Escritor.
Participante de la Jeta Literaria.
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