Mucho puede observarse y mucho se
puede opinar sobre la rotunda obra de Federico Nietzsche. Dificilmente su
liviandad o tibieza. Aquellos que se acercan a las páginas, no precisamente
dóciles, que componen su obra, no suelen mantenerse neutrales: obligados se
encuentran de tomar partido, de admirar o bien rechazar esas ideas, que como es
sabido se continúa en idolatrar o bien aborrecer a su autor. Posiblemente allí
esté el secreto de la trascendencia, verdaderamente notable, que tuvo y que
tiene este filósofo. Sorprende no tanto la cantidad, más aún la variedad humana que compone las masas de seguidores
nietcheanos: Adolescentes rebeldes, cultos profesores, inquietos poetas; hordas
de lectores que se suceden y reproducen atropelladamente, como las generaciones
ratoniles de Kafka. Lo que cabe preguntarse es si aquél, el antiguo y ya
fenecido dueño de la estimulante voz, consideró una tascendencia semejante de
su obra. No si la deseó o si la imaginó, lo que es seguro; más bien si la
intuyó posible, si hubiera apuntalado ese deseo en la creencia sincera y
consecuente de las lejanías del tiempo y del espacio; como todos las creemos o
sabemos: entendiéndolas nuestras y reales.
“En la Cárcel” un interesante
fragmento de “Aurora” fechado en 1881 viene a respondernos: una consideración
así no le hubiera parecido sensata. Podríamos leer en esas pocas páginas un
alegato solipsista, hasta notar que el argumento es inseparable de la
existencia (externa) del espacio, pero el espacio está limitado aquí a ser sólo
aquello que impresiona los sentidos en el
instante presente. Nietzsche se reconoce no tener mas pruebas del
universo que sus percepciones actuales e inmediatas; el resto es sólo una
creencia, un supuesto. No ostenta más existencia para él que sus virtuales
memorias o falseables palabras.
Desde una perspectiva un poco
juguetona, puede observarse que el filósofo lleva la pretención positiva y
empirista a una nueva potencia. Exagerada, bien puede decirse. No
inconsecuente. ¿Que pruebas tenemos, en este instante, de que existe algo, sea
lo que fuere, más allá de lo que estamos percibiendo? ¿ Y que pruebas de lo que
existió o existirá? Por lo general necesitamos ser muy crédulos para con
nuestros recuerdos, y mucho más para con los supuestos de nuestras razones. El
filósofo martilla, nos prohíbe esta básica tranquilidad.
“Mi ojo, por fuerte o débil que sea,
ve solo en cierta amplitud, y en ella me muevo y vivo; esta línea del horizonte
es mi destino próximo, grande o pequeño, del que no puedo escapar. ” comienza
Nietzsche, sumergiéndonos desde la primera línea en su atmósfera carcelaria. De
consentir a respirar su quietud, lo distante aparece como una dulce, una
coherente creencia, pero la certera existencia del espacio, y nosotros con
ella, se limitan al interior de esa burbuja que con Nietzsche llamaríamos
“horizonte del destino próximo”, en donde “nuestros sentidos nos encierran como
entre muros”.
En fin, puesto que algo hay que
decir, diremos que los textos de “Aurora” tratan sobre el conocimiento.
Dejaremos apartado el que Nietzsche
desde su carcel desarrolle principalmente el tema de la relatividad absoluta de
todo tamaño, la falsedad y pereza de sentenciar las cosas como grandes o
pequeñas. Bellamente, imagina perspectivas en que los sistemas solares son vistos
como diminutas células y viceversa. El tema es digno, mas no original: ya había
sido tratado, con humor, por Voltaire; antes, con pavor, por Pascal; de ceder
al impulso de la serie, ciertamente terminaríamos saludando a Protágoras.1
Lo que nos interesa aquí es subrayar
la drástica contracción que Nietzsche a conseguido, desde aquella gran, acaso
infinita burbuja a la que convenimos nombrar universo a otra cuyos bordes no
superan el alcance de nuestras propias percepciones. Y el ser del autor, incluso, no resulta inmune a esta implosión,
reduciéndose a sí mismo a no ser mas que un centro, y mas bien arrastra a todo
ser a identificarse con lo puntiforme. Textualmente: “ De este modo, en torno a
cada ser hay un circulo concéntrico, que tiene un punto medio que le es propio”
¡Un
punto! Aquí ya el quieto y oscuro aire de la cárcel se nos antoja irrespirable.
En busca de frescura y pureza, tal ves hasta verdor, deberemos atravesar medio
siglo y casi una Europa hasta escuchar la voz del maestro Alberto Caeiro.
En principio, poco parecen tener en
común este poeta portugués con el rabioso filósofo alemán. Caeiro sólo existió en la mente de un autor,
eso no le impidió nacer en Lisboa, ocupar una apartada y anónima vida en
desarrollar su obra, finalmente morir de tuberculosis2. Escribió versos
extraordinarios, contundentes, de fina inspiración bucólica. Lo poco en común:
fueron notables estetas ambos, y encarnizados enemigos de cualquier idealismo.
En los versos del maestro se dibujan
los senderos, tal ves los únicos, que podemos recorrer para abandonar la
realidad puntiforme en la que el depojo nietzscheano nos a abandonado. Y
nuevamente es la relatividad de los tamaños la que nos encamina: el poeta
intenta mostrarnos, mas bien demostrarnos, lo que resulta del reducido tamaño
de su aldea: que desde ella se ve más, se puede ver más mundo. Y es por eso que
mucho, mucho más grande que la ciudad... es la aldea.
“Porque
yo soy del tamaño de lo que veo
y no
del tamaño de mi altura”
Ya Bernardo Soares, un poco mas
cercano al autor que nosotros, intentó transcribir sus sensaciones, el derrumbe
metafísico, casi extático, que produce esta frase.
¡Soy
del tamaño de lo que veo! ¡No del de mi altura!
Aprópiese el lector de este desgarro
de sus propios contornos por la contemplación de lo inmenso. Caeiro es mil
veces mas enorme mirando la lejana luna que contenido por paredes, techos,
torres de ciudad.
Su ser se desborda, sus límites se
expanden y acarician los de su propia percepción que ya no se entiende
como el exibirse de lo que le es ajeno,
ni aún como propio, le es mas bien consustancial. Asombrados, entrevemos su
hipostática reunión con todo lo que percibe.
Descubre por su vía los mismos
límites que Nietszche, pero lo que a este le resulta frustrante, en los versos
del maestro Caeiro resulta exaltante. Nietszche se imaginó ser un punto
contemplando impotente un muro
infranqueable, Caeiro es los muros mismos, infinitos, su cuerpo ocupa las
estrellas. En esa expansión, en el coincidir, o difuminar los límites de su ser
y los límites de su mirada, no hay ya universo, supuesto o real, que pueda
añorarse detrás, porque secretamente son ellos los que lo contienen.
P.D: Aunque ya lo hallamos nombrado, (y en
realidad habitó siempre este texto, omnipresente) es el momento de recordar
explícitamente a Blaise Pascal, en ánimo de reordenar, mediante nueva
antecedencia, lo expuesto.
Es sabido que fué él quien nos legó,
entre delicadezas teológicas y geométricas, la imagen horrible del universo
infinito y silencioso, de la “esfera cuyo centro está en todas partes y la
circunferencia en ninguna.” Lo invisible de cualquier límite, lo inhasible de
toda referencia, fueron para él una angustia dolorosa y final, de la que ni las
piedades del Cristo ni los determinismos de Arrio pudieron consolarlo.
Nietszche diluyó ese agorafóbico sueño declarando en la percepción los límites
precisos de la esfera, inventando un infranqueable universo portátil. Pero su
refugio resultó asfixiante y oscuro, es la añoranza de ventanas que sabe
impensables. Caelo procede por yuxtaposición: en el instante mágico de su
poesía consigue (horror del geómetra!), que el punto y la esfera coincidan, que
los límites de lo infinitesimal no se distingan de lo infinito.
Guillermo
Zimmermann.
Psicoanalista. Mbro del Grupo de Estudios Psicoanalíticos de Santiago del Estero.
1 Micromegas del primero, y varias páginas de los Pensamientos del segundo. El
guiño al sofista se debe, claro, a su celebrada frase: “El hombre es la medida
de todas las cosas” en que tantas ideas, tantas filosofías se autorizaron.
2En rigor, de varios
autores. En “Los tres últimos días de Fernando Pessoa” de Antonio Tabucchi el
Maestro Caeiro es resucitado de un modo más que interesante. Y por supuesto, en
la mente de miles de lectores.
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