Para Roland Barthes, toda “escritura,
literatura o texto” muestra tres fuerzas liberadoras: mathesis, mímesis y semiosis.
Así, la primera fuerza de la literatura al configurar una mathesis hace girar
los saberes, sabe de algo, conoce de los hombres: “la gran argamasa del
lenguaje”; pone en escena al lenguaje; permite distinguir el enunciado de la enunciación;
el saber del sabor de la literatura.
La segunda fuerza de la
literatura es su fuerza de representación; la literatura se afana por
representar algo, esto es lo real. Lacan lo define como lo imposible. Aparece
como sensato el deseo de lo imposible; esta función -dichosa y perversa- dice
Barthes- es la función utópica de la literatura. La escritura de Mallarmé al
cambiar la lengua intentó cambiar el mundo. Aparece una de las verdades del
deseo “que haya tantos lenguajes como deseos”, emerge la posibilidad de
disponer de dos instancias de lenguaje: la senda de las perversiones y los
caminos según la Ley. Por eso, el escritor, según Barthes, se obceca -mantiene
contra todo la fuerza de una deriva y de una espera- y también se desplaza, es
decir, se coloca allí donde no se lo espera.
La tercera fuerza de la literatura es su
fuerza semiótica que consiste en “actuar los signos para intentar en el seno de
la lengua servil, una heteronimia de las cosas” y de los autores; un múltiple
intento de desarticular identidades. En este punto, podemos incluir a Fernando
Pessoa y a Macedonio Fernández, el primero nos dice: “el origen mental de los heterónimos está en mi tendencia orgánica y
constante hacia la despersonalización y la simulación (…) si fuese mujer (…)
cada poema de Álvaro de Campos (el heterónimo más histéricamente histérico en
mi) sería una alarma para la vecindad; pero soy hombre y en los hombres la
histeria asume principalmente aspectos mentales, así todo acaba en silencio y
poesía”
Macedonio Fernández, por su
parte, afirma: “es muy sutil, muy
paciente, el trabajo de quitar el yo, de desacomodar interiores, identidades.
Sólo he logrado en toda mi obra escita ocho o diez momentos en que, creo, dos o
tres renglones conmueven la estabilidad, unidad de alguien, a veces creo la
mismidad del lector. Y sin embargo pienso que la Literatura no existe porque no
se ha dedicado únicamente a este Efecto de des identificación, el único que
justificaría su existencia y que solo esta velarte puede elaborar”
Con la fuerza de la
semiótica, aparece la diferencia, que se desliza subrepticiamente hacia el
lugar del conflicto que está codificado; pero puede haber un afuera del código,
un ejemplo, el texto de Sade, inventa uno propio, donde no hay conflicto, solo
triunfos. Según Foucault, Sade calcina el lenguaje “el objeto del sadismo no es
el otro, ni su cuerpo, ni su soberanía: es todo lo que ha podido ser dicho”. Lacan demuestra
que el deseo es el reverso de la ley ya que eso se sostiene en el fantasma
Sadiano; así, en su crítica a Kant introduce “la opacidad del deseo allí dónde
se instaura la transparencia de la ley formal”. En la
literatura perversa no está en juego el deseo del Otro sino el goce del Otro. La escisión entre significado y significante,
y el poder de la materialidad del significante sobre el cuerpo deviene pura
carne agredida/agresora. Los personajes se vuelven pura acción mecánica.
La ley y el deseo entran en diversas
relaciones, refiriéndose a Sade, Lacan afirma: “hay que forzar la oreja, hay
que decirlo, hay que oir”, forzar la oreja del lector porque hay que decirlo
todo. Imperativo de goce, decir, escribir todo” pero hay un goce que no queda capturado
por el significante”. Es interesante mencionar a Pierre Klossowski, autor de un
libro Sade, mi prójimo, donde concluye: “al espíritu solo le quedan los excesos
del lenguaje para reducir a silencio los excesos de la carne, no existe
entonces nada más verbal que los excesos de la carne”.
Michel Foucault en “Las palabras y las cosas” propone a Don Quijote como
la primera obra moderna porque en ella “el lenguaje rompe su viejo parentesco
con las cosas”, aparecen dos experiencias: el loco, entendido no como enfermo
sino “como desviación constituida, como función cultural indispensable, es el
hombre de las semejanzas salvajes”; este personaje que nacido del teatro y las
novelas en época barroca, llega a la psiquiatría del siglo XIX como ser enajenado.
El loco según Foucault marca una nueva experiencia del lenguaje: la función del
“homosemantismo”, por la cual llena los signos de una semejanza que no cesa de
proliferar, queda enredado en el significante. Al lado del loco, está el poeta,
su función es “alegórica” porque bajo los signos trata de oir “el otro
lenguaje”. Ambos, el loco y el poeta se parecen porque están en situación
límite en la que “las palabras encuentran su poder de extrañeza”.
El poeta argentino Jacobo
Fijman, vivió 30 años en el Borda, y un día escribió: “Vivo en un hospicio. Debo estar enfermo. Estoy aquí porque no tengo a
dónde ir... es que soy un enfermo que podría vivir en su casa. Si la tuviera.
No tengo nada... no tengo a nadie. Ni familiares. Estoy solo. Por eso estoy
aquí... los médicos no pueden ser lo que no son... y es que no existe nadie que
pueda entender la mente... “ Su poema “Demencia” de 1926 dice así : “el camino más alto y más desierto/Oficio de
las máscaras absurdas; pero tan humanas/Roncan los extravíos/tosen las muecas/y descargan sus golpes/afónicas lamentaciones/Semblantes inflamados/dilatación
vidriosa de los ojos/en el camino más alto y más
desierto./Se erizan los cabellos del
espanto./La mucha luz alaba su inocencia./El patio del hospicio es como un banco/a lo largo del muro.”
En latín “deseo” se dice desiderium,
y significó primeramente “puesta de un astro”, “ver estrellas”, tardíamente
pasó a ser esa tendencia profunda, invencible, y muchas veces espontánea, que
empuja a un ser a "apropiarse" de la manera que sea de un elemento
del mundo exterior, o de otro ser".
Georges Bataille
afirma “el lenguaje es nuestra única oportunidad –tramposa e ilusoria- de
recuperarnos en medio de lo que nos despoja”. La literatura es para Bataille “non
servium”, no puede servir, al igual que
el demonio se rebela y no sirve a Dios. A la luz de ello, quiero evocar cómo Heidegger buscó el fundamento abismático en el que
se pierde toda pregunta por el por qué. El ser al que pertenece esta
abismalidad es el ser indisponible, un
ser que acontece emergiendo desde su mismo abismo, funda verbalmente pero no se
sustantiva; “desde si” y “para si” el ser carece de fundamento para volverse
abismo. Aquí Heidegger muestra al “Da-sein” (ser ahí o ahí del ser) como
de-pendiente, como el mortal.
Heidegger se pregunta: ¿qué dice la
palabra griega “phisis”? Dice aquello que se despliega a partir de si, “la
acción de desplegarse abriéndose y en ese despliegue hace su aparición. Dice la
región de la eclosión y la duración”. “Phisis”, “tecné” y “poiesis”
habitan en estrecho vecindazgo, la “poiesis” es ese proceso por el cual adviene
y llega a ser un ser; la “phisis” es un eclosionar que se despliega a partir de
su propio fondo y la “tecné” es ese modo de hacer y de diseñar. Poesía y
existencia son “poieticas” en sentido griego de “creaciones” porque son
aletheia –desocultamiento- de su verdad. Existir implica crearse a uno mismo,
inventarse en tanto proyecto de ser.
La “ge-stell” es el negativo del
acontecimiento del ser, es lo arrancado y disecado que se vincula con el olvido
del ser, con ese hueco de su decir. Entonces la tarea que los mortales tenemos
consistiría en un saltar esa “ge-stell”, esa negatividad. Se trata de superar
ese penar calculador de la “ratio” (razón). Aparece entonces el poeta Holderlin
y Heidegger lo cita: “cercano y difícil de captar es el dios/pero donde abunda
el peligro/crece lo que salva”; esta esperanza paradójica que promete salvarnos
en el peligro es un llamado a la escucha del ser.
La literatura posibilita el salto transgresor,
quiebra el círculo del principio de razón suficiente, rompe el espejo de la
representación para un encuentro con la palabra de todas las palabras, la
palabra “ser”. Recordemos que “verbo” en alemán se dice “zeit-wort” que se
traduce como “tiempo-palabra”: implica temporalizar al Ser, lo verbal es tiempo.
Devolver la verbalidad al ser, considerar al verbo existir como verbo
transitivo. Ser no es un sustantivo, es verbo, es acontecer, es el pasar del
Ser. Dice Levinas: “como si las cosas y todo lo que es “llevasen un tren de
ser”, “desempeñasen el oficio de ser”.
Para Heidegger, según Hugo Mujica, “las
palabras dan el ser pero lo dan invadiendo cada cosa con la nada -del ser-“;
gracias al lenguaje las cosas son constituidas en el ser y al mismo tiempo
restituidas a lo insignificante; hay un escamoteo de todas las cosas, no es
noche y tampoco día “es el lado del día –dice Heidegger- que el día desecha
para hacerse luz”, no es la muerte como fin sino esa muerte que es la imposibilidad
de morir.
“El ser se dice de muchas maneras”
escribió Aristóteles, sin embargo, Heidegger irritado pregunta: ¿qué es decir
el ser?, si nuestra existencia es poética es porque el lenguaje también lo es
pero como una presencia de sentido que siempre delata una ausencia. Entre el
ser y la nada “un habla plural”decía Mallarmé. El lenguaje no es instrumento
del cual disponer para actuar o manifestar, sino que el lenguaje dispone de
nosotros. El lenguaje dice Brice Parain –ese filósofo que conversa con Naná en
la película de Godard “Vivir su vida” (1962)- nos dice: “el lenguaje no es ni
expresión ni traducción del espíritu sino su osamenta y una promesa de
certidumbre”. Aparece un deseo, un deseo del lenguaje que transita
malentendidos, revueltas, rupturas. El lenguaje no comunica, “impugna”.
La literatura traza una lengua
extranjera, una lengua dentro de otra. “Lo que hace la literatura en la lengua
es más manifiesto; como sostiene Marcel Proust, traza en ella precisamente una
especie de lengua extranjera, que no es otra lengua, ni un habla regional
recuperada, sino un devenir otro de la lengua, una disminución de esa lengua
mayor, un delirio que se impone, una línea mágica que se escapa del sistema
dominante”. Escribe Alejandra Pizarnik: “Las
fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través
de mi voz que escucho a lo lejos. Y lejos, en la negra arena, yace una niña
densa de música ancestral. ¿Dónde la verdadera muerte? He querido iluminarme a
la luz de mi falta de luz. Los ramos se mueren en la memoria. La yacente anida
en mí con su máscara de loba. La que no pudo más e imploró llamas y ardimos”. (
“Fragmentos para dominar el silencio” de 1968)
En la experiencia literaria hay un
deseo de abismo, que sitúa al escritor en una región limítrofe, entre el
sentido y un desfondarse del sentido. La literatura desea “tocar el antes de la
palabra”. En el Zaratustra de Nietzsche leemos: “todo está vacío, todo es idéntico, todo fue. Todos los suelos quieren
abrirse, más la profundidad no quiere tragarnos (…) En verdad, estamos
demasiado cansados incluso para morir, ahora continuamos estando en vela y
sobrevivimos en cámaras sepulcrales”
Amira Juri.
Lic. y Magíster en Filosofía.
Docente e investigadora de la Facultad de Filosofia y Letras de
la Universidad Nacional de Tucumán.
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